Por Daniel Medina
En los primeros segundos de Adolescencia, la cámara no parpadea. No hay cortes, no hay montaje que ofrezca descanso. Solo una casa, una irrupción violenta, el caos comprimido en un instante. La policía entra y detiene a un niño de 13 años. No sabemos qué hizo. No sabemos si lo hizo. No sabemos nada.
Desde La soga de Hitchcock hasta Birdman, el plano secuencia ha sido una herramienta de cineastas que entienden el peso de la continuidad. Que comprenden su doble filo: la inmediatez como promesa de realismo, la falta de escape como forma de asfixia. Adolescencia, la miniserie de Netflix dirigida por Philip Barantini, lleva esta idea al extremo. No es la primera serie que usa el plano secuencia. Es la primera que se compromete con él en cada episodio.
Es un riesgo y una declaración. En una época donde las series multiplican los flashbacks como si los espectadores fueran incapaces de recordar lo que pasó hace cinco minutos, Adolescencia se niega a masticar la historia por nosotros. Aquí no hay escenas retrospectivas que expliquen lo que pasó ni diálogos redundantes que insistan en lo que ya entendimos. La serie respeta la inteligencia de su audiencia o, al menos, de aquellos que aún presten atención.
Y hay que prestar atención. La cámara no se detiene, no edita la acción en fragmentos digeribles. Sigue a los personajes en coreografías milimétricas, atrapándolos en un presente sin respiro. Ashley Walters., con su mirada agotada y feroz, encarna a un detective que no deja de buscar respuestas, aunque no siempre le gusten las que encuentra. Owen Cooper, en el papel del niño acusado de asesinato, logra sostener la tensión con una mezcla de vulnerabilidad y opacidad.
Dejemos de lado las formas, solo por un momento. Hablemos del fondo (y si temen a los spoilers, quizás prefieran saltarse este párrafo; aunque, siendo sinceros, ninguna obra que valga la pena —y Adolescencia lo vale— se arruina por saber de antemano lo que sucede o cómo termina). La serie descansa sobre dos pilares: un asesinato y un detective.
Con esos dos elementos, el mercado produce incontables series que se parecen entre sí como reflejos en un vidrio empañado. Siempre hay un pueblo pequeño (la nieve ayuda, porque todo se ve más desolado), un cadáver y un investigador. Saltamos de sospechoso en sospechoso, capítulo tras capítulo, mientras se despliega el espectáculo de la podredumbre humana. Lo que parecía un vecindario inofensivo se revela como un nido de secretos, de hipocresía y silencios convenientes. Funciona porque queremos saber. La pregunta sobre quién es el culpable nos tiene atrapados, dispuestos a llegar hasta el último minuto para conocer la verdad.
Pero Adolescencia no juega ese juego. No es una serie sobre la persecución de un asesino. De hecho, el acusado es arrestado en los primeros minutos de la serie. No hay cacería, apenas investigación. Lo que importa no es descubrir el misterio, sino observar lo que queda en pie después del desastre. La lupa se posa sobre los daños colaterales. Como lo hizo David Fincher en Zodiac, aquí el crimen es una onda expansiva que atraviesa y deforma la vida de todos los involucrados. Especialmente la de la familia del adolescente arrestado. Nunca volverán a ser los mismos. Para ellos, no hay acto cotidiano sin la sombra de esa tragedia. Y lo peor, lo insoportable, es la pregunta que no deja de morder: ¿En qué fallamos? ¿Cómo se cría a un hijo capaz de hacer algo monstruoso? Y cuando las cámaras se apagan y el interés público se desvanece, esa pregunta queda. Siempre queda.
La serie no es perfecta, pero en un catálogo saturado de narraciones sobreexplicativas y dramas manufacturados para el consumo distraído, se siente como un golpe en el estómago. Exige algo que la televisión ha olvidado pedir: compromiso.
No es una obra maestra. Pero es, sin duda, una anomalía valiosa. Un resquicio de riesgo en una industria que prefiere lo seguro.